Imagina un campo pelado, pasado
el puerto, lleno a rebosar de cerezas amarillas. Imagina una finca y a los
adultos bebiendo vino alrededor de una mesa en la sombra. Imagina cerezas verdes
que aún no han caído del árbol, esperando a ser recogidas por las manos de una
niña que prefiere jugar a dar vueltas hasta caer en el barro.
Nada más crecía allí.
Podías arrancarlas o morir de
hambre. Podías comértelas una a una hasta el empacho. Podías comer todas las
que quisieras, hasta que se pusiera el sol. Que es lo que hicimos, comerlas,
porque no sabíamos cuándo volverían a crecer.
Aquel verano decían nunca
volverás a ser tan rubia, y la luz cortaba y los estómagos dolían. Decían la
dieta cambiará tu pelo, pero la luz no nos preocupaba, pero la náusea no nos
preocupaba. Igual que tu lengua se preocupaba por el sabor, no por la colecta.
Por eso nunca te hablé de las cerezas.
El resto del año nadábamos en la
tierra: había que cuidar las manos. Había que resguardarlas para la recoger la
cosecha.
Nunca te hablé de las cerezas
porque se repite todo lo que se ama, y yo no quería amar aquello que se repite.
Yo amaba las cerezas, pero no había manera de contarlas. Parecían todas
iguales: las ácidas y las blandas, las dulces y las maduras. Todas saciaban. La
nutrición es repetición: recoger y esperar que se vuelva a producir.
Pero ellos nos decían cada tacto,
cada sabor tienen que ser nuevos. Si
no para qué. Conseguimos entonces aborrecer las cerezas. Hartamos de cerezas a
nuestros estómagos hinchados. Vomitamos cerezas abandonadas sobre un campo
vacío.
Ya no quedan más cerezas. Si
alguna vez viajas al puerto, no querrás comer cerezas, aunque no sepas por qué
una vez estuvieron allí. No te hablé de las cerezas para que no recuerdes que
un día, al alzar tu brazo y buscar su color, creciste.
(Publicado originalmente en la antología digital Dientes de leche, de Dara Scully, 2014).
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