(Foto de Mercedes F. Laguna)
Dicen que no sabe, pero ella es una niña. Dicen que no sabe del miedo de la muerte del amor. Pero ella es una niña. Pero sabe. Porque ella es una niña. Y duele. Duele porque le duele. Y lo que más le duele es que no entiende por qué le duele.
La
revisión del espacio franquista desde la Transición en las novelas de Adelaida
García Morales se hace desde la pérdida. Desde una pérdida que es un hombre, un
padre, o un hermano, o un amado, cuyo hueco de violencia y aridez –pero también
amor– da lugar a algo nuevo. Las novelas de Adelaida García Morales son
sutiles, como un soplo en el oído. Hablan del amor, pero también del desamor.
Hablan sobre todo del desamor al comprender que sólo es posible amar a una
sombra, pues a la luz es posible que el objeto amado no lo merezca. Y quizá
entonces sintamos que somos nosotros los no merecedores de ese amor que un día
albergamos. El despertar se convierte entonces en una huida hacia la ciudad,
donde es aún es posible el engaño, pues en aquel paraíso bello y remoto ya sólo
quedan cenizas.
Los
personajes masculinos de estas novelas, aunque admirados por sus protagonistas
femeninas (Elsa, Adriana y Ángela), son también temidos: representan ese punto
de libertad que a ellas no les es posible tener sólo por el hecho de ser niñas;
pero son también ese contrapunto de enfermedad y de peligro ante lo
desconocido. Las novelas de Adelaida García Morales son un perfecto ejemplo del
gótico español como sólo puede ser concebido: desde el mito, desde lo mágico,
desde el miedo, desde el deseo.
En
el caso de Elsa en El silencio de las
sirenas, su amiga y narradora María ofrece un nuevo modelo de mujer
impensable en los años 50: una mujer independiente, trabajadora, que se ha
retirado a un pueblo de las Alpujarras para vivir en paz. Por eso es ella quien
narra a Elsa sin juzgarla y le hace justicia. Porque alguien necesita contar su
historia desde otro punto de vista que el del amor romántico y sometido: Elsa
está enferma, Elsa ama a Agustín, que vive en Barcelona ignorando su
existencia, Elsa bebe de los cuentos románticos y se retrae en su fantasía de
sí misma. “¡Soy un monstruo!”, exclama en una ocasión, al descubrirse sujeto
deseante (quizá no haya nada más horrible que ser conscientes de lo monstruoso
e inabarcable de nuestro deseo, que se escapa de nosotros mismos). Pero no es
ella la sirena. Tampoco lo es Agustín, que no entiende, y vive inmenso en su
propia pasión, embebido en un affaire que le oculta a su mujer, como un
colegial. Las sirenas son las narrativas románticas. Las sirenas son los
estereotipos que nos atrapan y se apoderan de nosotros, asfixiando nuestro
deseo hacia lo imposible. ¿A qué suenan las sirenas? Al final del libro, la
canción de las sirenas es un cuerpo que cae sobre un manto de nieve.
En
el caso de El Sur y Bene, el deseo y el miedo a lo
desconocido decide explorarse desde la perspectiva de una narradora ya adulta
que revisita su infancia durante el franquismo, a través de los ojos y la
inocencia –y también, por supuesto, la crueldad– de una niña que desconoce lo
que sucede a su alrededor. Adriana y Ángela residen en sendos pueblos
sevillanos y extremeños, respectivamente, donde las apariencias y el qué dirán
son de vital importancia en el espacio doméstico. En el caso de El Sur, Adriana vive fascinada por su
padre, un zahorí que rehúsa las costumbres sociales del pueblo y cuya libertad
atrae a Adriana hasta el punto de que ella también responde de manera hosca a
sus compañeras, o lo que su madre y la criada identifican como “cruel”. Dicen
que los niños son crueles porque no son conscientes del alcance de sus actos.
Sin embargo, en este periodo, la infancia tardía de Adriana, con su
socialización retrasada al no haber ido al colegio, pienso que los niños son
más conscientes que nunca de cuáles son sus deseos, y los ejercen de manera
tiránica, sin que medien los prejuicios: lo único que quiere Adriana es
impresionar a su padre, y su padre, precisamente, hace lo que le da la gana.
Más tarde descubrirá la historia de su amante, Gloria, y el hijo que tuvieron
juntos. Más tarde vendrá el desengaño. El padre de Adriana no era un vividor,
sino un cobarde que no supo hacer elecciones en su vida. Pero Gloria, al
contrario que la madre de Adriana, ha rehecho su vida y, como María en El silencio de las sirenas es capaz de
abastecerse sola. Adriana renuncia a convertirse una sombra que ser amada, y
toma entonces las riendas de su destino.
Por
último, en Bene es una mujer quien
encarna esta figura misteriosa; una mujer transgresora: una gitana que vive
sola con su novio (su supuesto padre, según las malas lenguas) que se pinta, se
maquilla, seduce (“Su novio la dejó por tener más novios a la vez”) y trabaja
como criada en la casa de Ángela. Todo el mundo odia a Bene, incluso el hermano
de Ángela, aunque la espíe y esté perdidamente enamorado de ella. Todo el mundo
cree que Bene es el mal, cuando lo que sucede es que no hay sitio en la sociedad
para alguien como ella. Ángela quiere a Bene. A Ángela le fascina Bene. Pero
también vive aterrorizada por todos los rumores que giran en torno a ella, sin
darse cuenta de que esos rumores dicen más de los demás que de Bene.
Las
situaciones de conflicto, aunque situadas en un pasado rígido y autoritario, no
es difícil imaginarlas en la España de los años 80, ni siquiera en la actual.
Es por eso que el juego de luces y sombras de Adelaida García Morales no queda
resuelto para lector, sino que es su trabajo decidir: los textos de García
Morales apuntan hacia fuera. Después de una pérdida (muerte) es preciso decidir
si repetir los modelos ya establecidos que han fracasado o crear algo nuevo a
partir de espacios no agotados.
La
historia, parecen apuntar sus textos, es también aquello que no se cuenta,
aquello que todos llevamos dentro y que pasa desapercibido, pero que vertebra
nuestra sociedad. Todos sabemos que lo que no se puede nombrar, no existe.
Quizá nombrarlo dé miedo a algunos y sea más fácil seguir las normas que otras
nos imponen, y seguir creyendo en los viejos mitos. Pero las protagonistas de
las novelas de García Morales son crueles por investigar el mito hasta la raíz
después de haberlo amado, y sacarlo a la luz por oscuro que pueda ser. Por destruir
el mito son crueles, pero también se convierten en la única esperanza para que
el espacio social se pueda renovar.
(Publicado originalmente en Cayena)
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