lunes, 8 de abril de 2013

Recibo esta sal en mis manos.

(Imagen: Musa Ammalata de Luna Miguel)

Pain is a flower like that one.
like this one,
like that one,
like this one.
(Robert Creely)

La tumba del marinero (La Bella Varsovia, 2013) no es una enfermedad, no; no el dolor, no. Todos los dolores –este, ese, aquel– se parecen como flores perfectas que crecen en un campo. Sí una crónica. Sí un entierro de los vivos: cada momento es un entierro. Un regreso a la épica homérica de la infancia sin la quietud que habita la infancia. Un canto a la destrucción, a la erosión: Todos elegimos la destrucción, dice su autora. Todos, pero de distinta forma. Lo que importa es cómo se lleve a cabo, esa guía pautada que aparece, por ejemplo, en "Anatomía": Aprende a cortar. Aprende a desnudarte desnuda. Esa guía del llanto que aparece en La tumba del marinero de Luna Miguel. Una guía a ciegas sobre hacerse mayores. De cómo podemos jugar sin ser desconocidos. De cómo ser feliz y estar triste. De cómo crecer si no sabemos hacia dónde. Hacia cómo. Con el terror de no saber y de no querer saber. De querer saber y de querer no poder saber. Cuando el mundo deja de ser el único que hace daño y empezamos a hacerlo nosotros con él. Cuál es la parte de nuestra infancia que nos queda. La parte que nos hace. La parte que nos crece. El corazón es una tumba que colecciona cadáveres. La tumba es la muerte del día a día. La muerte es el sabor de la medicina. Para qué es el vacío, dice Robert Creely, sino para llenar, llenar.

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