domingo, 8 de enero de 2012

Un relato: El náufrago.

Hoy es mi cumpleaños, y por eso he decidido regalaros uno de los relatos que más me gustan de los que escribí el año pasado.


Cuando alguien preguntaba por María, ellos decían: el mar le sienta bien, el mar le sienta bien, como una especie de canto recitado cual padrenuestro. Pero al final no pudieron evitar que Antonio juntara el dinero con lo que se quedaba de su sueldo y cogiera el Talgo para el viaje, aún cuando su madre le dijo ese día que tenía los tobillos hinchados y no podía caminar (otra vez).

En la estación compró un periódico y un bocadillo de jamón, pagó con un billete de mil pesetas, y le dio el cambio a un chiquillo escuálido y de dientes amarillos que le ayudó a llevar su ligera maleta hasta el vagón. Se despidió de los cielos grises de Madrid y pensó en María, y en el mar.

Pudo ver el mar incluso antes de tenerlo delate, cuando le llegó un olor a agua salada nada más bajarse del tren. Cuando el taxista le llevó a la pensión en la que iba a quedarse, aprovechó para preguntarle por la dirección exacta de la residencia, aunque sabía que estaba cerca. El hombre se la dijo y le miró torciendo su espeso bigote. Tenía ganas de verla, pero ya era demasiado tarde, y decidió que iría a la mañana siguiente después de desayunar.

–Han salido. Es su paseo matutino –le dijo una gruesa enfermera cuando fue a preguntar por María. Miró su gesto de ansiedad y añadió:– podrá encontrarlos caminando por la Concha; no hace mucho que se fueron.

La reconoció en seguida, aunque luego se preguntó cómo podía haberlo hecho. Físicamente, estaba irreconocible, pero había algo que le decía que era ella, que era María. La forma en que se movía, quizás, con parsimonia, arrastrando el vestido. La forma en que dejaba siempre la boca entreabierta. Sus labios finísimos, invisibles: esos seguían siendo los mismos.

Pero no el resto. María estaba hinchada. No quedaba rastro de su figura grácil y esbelta. Su cara, antes una luna, era ahora más redonda y blanquecina. El pelo le crecía de una forma desordenada, no en tirabuzones perfectamente peinados. No dio grandes saltos al verle -más bien tardó en reconocerle. Después, hizo una reverencia y besó su mejilla.
La enfermera que les acompañaba, ya avisada de su visita, aceptó en dejarles solos después de comer. Antonio podría comer con ella pagando una módica cantidad en la cantina de la residencia.

–¿Cómo están papá y mamá? –le preguntó al fin, dando vueltas a la sopa de tomate (nunca le había gustado) hasta que se llevó una cuchara a la boca.
–Bien, como siempre… Te mandan recuerdos. ¿Tú qué tal estás?
–Muy bien… Esto es bonito… Y tranquilo… –tardó unos segundos en contestar entre cada frase, como si se perdiera y regresara antes de hablar.

Antonio hizo algunas preguntas más sobre su rutina a las que ella contestó con monosílabos, hasta que se dio por vencido. Luego se dio cuenta de que ella no le había preguntado por su vida. Lo agradeció.

Cuando terminaron el postre, ella levantó la vista de sus natillas, aún con las comisuras de los labios manchadas, y le preguntó:
–¿Podemos ir a tomar un café? ¿Por favor? Conozco un sitio muy bonito. Siempre paso por delante, pero no quiero ir sola. Nunca tengo con quien ir. A lo mejor podrías llevarme.

Antonio no sabía si le dejaban tomar café. Se lo preguntó. “Claro que me dejan”, dijo ella. En realidad él había pensado en invitarla a un batido de fresa. La enfermera daba vueltas por el comedor. Podría habérselo preguntado. Pero decidió hacer un acto de fe y creerla.

–Dos cafés con leche, por favor.
El café de La Concha era antiguamente uno de esos quioscos del paseo marítimo donde la gente se cambiaba de ropa para ir a la playa. María se había sentado en el taburete con las piernas cruzadas, colocándose el vestido y entrelazando después las manos sobre las rodillas. En la mesa de al lado había una pareja de jóvenes muy acaramelada. María miraba por la ventana sonriendo sin mostrar los dientes. Antonio fruncía los labios, clavándole la mirada.
–Me gusta el mar –dijo, sin moverse.

Trajeron los cafés. Por fin, María se giró de cara a Antonio y rodeó su taza con las manos.
–Está caliente. Me gusta que esté caliente, porque así puedo calentarme las manos –hablaba con lentitud, casi con dificultad, buscando las palabras exactas. Antonio asentía, dejándola continuar-. Siempre las tengo frías. ¿Te acuerdas de que siempre tengo las manos frías?
–Sí –asintió Antonio.
–Me alegra que te acuerdes –sonrió María, dándole un sorbo muy pequeño a su bebida.

Después pasearon por la playa. Antonio no quería que se le llenasen los zapatos de arena porque eran los mejores que tenía, los que se ponía para ir a trabajar, pero fue inútil. María iba pegada a la orillas, y a veces las olas le salpicaban los bajos del vestido. Hacía viento, era marzo y aún hacía frío, pero Antonio no se atrevió a decirle que se iba a mojar.
–¿Te acuerdas de los veranos en la playa? –preguntó ella, dando una patada al aire.
–¡Claro!
–Yo también. Qué bien nos los pasábamos, ¿eh? –María hablaba sin mirarle, pero ahora lo hacía con más ritmo, casi como antes.
– Los castillos de arena. Y las aventuras en la urbanización, con Ana y su hermano Felipe. ¿Te acuerdas? –se dio la vuelta, de cara al mar, mientras seguía caminando de lado.
–Sí. Felipe era experto en meterse en líos –Antonio se rió un poco.
–¡Como aquella vez que se puso a pedir en medio del paseo marítimo y después Ana se chivó y lo castigaron! –María dejó escapar una pequeña risa, y después un gritito. Una ola le había mojado el vestido.– Aquel año mamá llevaba su horrible vestido amarillo, ¿te acuerdas?
–Sí –Antonio siguió caminando con las manos en los bolsillos, con cuidado de no mancharse de arena los pantalones ni los zapatos.
–Le hacía parecer tan gorda –continuó, soltando una risilla traviesa-. Mamá estaba gorda aquel verano. Yo no estaba gorda.
–No, no lo estabas.
–Mamá gorda y furiosa. Gorda y furiosa mamá –canturreó, mientras seguía jugando con las olas, ya con el vestido completamente empapado-. ¿Qué te ha dicho mamá, por cierto?

Antonio tomó aire. Abrió la boca. La volvió a cerrar. La volvió a abrir.
–¿De qué?
–De que vinieses.

Se quedó callado, parado en medio de la arena, pensando en los tobillos hinchados de su madre. María se paró también, pero siguió a unos metros de distancia, en la orilla, riéndose como una niña de su juego con las olas. Antonio dio unos pasos hacia ella. Alargó el brazo, dudando.
–María –le cogió el brazo finalmente.
–¿Qué? –preguntó sin darse la vuelta. Ya no se reía.
–¿Te… te acuerdas?

Se giró. Quedaron frente a frente.
–¿De qué?

Los ojos de María tenían reflejados el mar, como un náufrago. No mostraba ninguna expresión. Tampoco temblaba, como lo hacía Antonio. Soltó su brazo.
–Dicen que te sienta bien el mar.

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