miércoles, 24 de noviembre de 2010

El jarrón de mamá.



(Emma Brown)



Era la primera vez que volvía a casa desde que había vuelto de Estados Unidos, aunque había ido a Madrid más veces. El viaje en tren le recordó a sus antiguos viajes, cuando estaba en la universidad y volvía a casa como una estudiante de provincias al lado de ancianos que olían a caramelos de café. La estación seguía igual, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. El mismo quiosco de revistas, la misma cafetería con muebles viejos y olor a rancio; la ciudad no había cambiado en absoluto.

Ella la recogió en el viejo Ford renqueante y apenas la miró, como si se esperase que tampoco hubiera cambiado. La miró de reojo. A primera vista, ella no lo había hecho. Pero si se fijaba más, podía ver que había arrugas nuevas, que las manos sobre el volante eran más nudosas, que parecía más cansada.
-¿Cómo estás? –preguntó con voz fría, sin apartar la vista de la calzada.
-Bien –murmuró, tamborileando con los dedos sobre las rodillas.
-¿Cuánto tiempo te quedas? –percibió cierta duda en su voz, una esperanza.
-Tres meses, hasta que me arreglen lo del traslado.
-Ah –no se inmutó, pero ella se dio cuenta de que las manos apretaron el volante con más fuerza.
-¿Cómo está papá?
-En un congreso.
-Eso ya lo sé. Me refería que a cómo estaba.
-Podrías haber venido un día que estuviera él.
Decidió no responder.
Su habitación se había convertido en un cuarto de invitados. Dejó la maleta en una esquina y ni siquiera se molestó en guardar la ropa en el armario.
-¿Mamá?
-¿Sí? –preguntó desde la cocina.
-Me voy a ir a dar un paseo.
-¿Ahora? Pero si acabas de llegar –su tono fue casi neutro, casi logrando disimular el reproche.
-Ya… Me apetece.
-¿Vas a venir para la cena?
-Mmmm… No lo sé. Puede. No me esperes.

Pasó por la puerta de la cocina al salir. Su madre tenía puesto el delantal. Se dio cuenta de que desde que se habían visto no se habían dado ni un beso.

Deambuló por las calles de piedra de las que había huido en cuanto pudo. Recordó su infancia, su adolescencia, su dolor, las pocas alegrías. Cada rincón, cada lugar, le evocaba un recuerdo. Por eso se había ido. Por eso y porque nadie podía entenderla, porque nunca se sentiría en casa, porque podía ver su futuro si se quedaba. Se veía como una versión de su madre (algo más morena y más alta): encontrar un trabajo, casarse, tener hijos. ¿Y después? Después ya podía suicidarse. No era lo que quería. No era lo que quería y sus padres no podían entenderlo, no podían sentirse orgullosa de que hubiera sido la primera de su promoción al licenciarse. No acudieron a la defensa de su tesis. No fueron a despedirla al aeropuerto, aunque sí vino ese chico inglés tan delgado con el que había estado saliendo y con el que ella ya no quería nada. Se ofreció a acompañarla. A marcharse con ella. Y ella le dijo que no. Y luego, Nueva York, empezar de cero, perderse por las calles de cristal y asfalto, y luego, habían perdido el contacto las primeras Navidades en que ella no quiso volver a casa.

Entró en un bar cuando se dio cuenta de la sed que tenía. Pidió una cerveza sin alcohol y se bebió la mitad de golpe. No sabía qué hora era, afuera había anochecido y se sentía mareada, casi borracha, embriagada. Le pusieron un poco de tortilla de patata y se la comió a pesar de no tener hambre, porque recordó que no había comido desde el café en la estación de tren antes de salir aquella mañana. Ella, que tanto les había criticado en su manera de educarla, que había llegado incluso a odiarlos, y después de desdeñarlos, y más tarde a sentir pena. ¿Y ahora, qué? ¿Había pasado el tiempo? ¿Era irrecuperable? ¿Era posible que, tal vez, algún día…?

Volvió a casa de madrugada y vio los restos de una cena sin consumir servida en la cocina. Se le hizo un nudo en el estómago. Su madre se había quedado dormida en el sofá, y en ese momento miró la curva de su mejilla, y pensó que su madre era débil, y anciana, y ella era una mala persona.

¡No era una mala persona! Tan sólo había tenido unos sueños diferentes. ¿Acaso debía sentirse culpable por ello? En eso mismo estaba pensando cuando, al cruzar el pasillo, notó que golpeaba algo y que caía al suelo, rompiéndose en añicos. ¡El jarrón! ¡Acababa de romper el jarrón de su madre! Aquel que siempre contaba que le gustaba tanto, que lo había comprado en un viaje con su padre a Zaragoza y que siempre enseñaba a las visitas. Recogió los trozos lo mejor que pudo, los tiró a la basura y se metió en la cama. Durmió de un tirón. Estaba agotada.

Cuando se levantó, el olor a café y tostadas invadió sus sentidos. En la cocina encontró a su madre, con una sonrisa en el rostro que hacía mucho que no le veía.
-¿Te apetece un café? ¿Cuántas tostadas te pongo? –cogió una taza y, servicial, volcó la cafetera sobre ella.
-Una, gracias.
-¿Qué tal ayer, qué hiciste? –apoyó los codos sobre la mesa mientras mordisqueaba una rebanada de pan con mantequilla.
-Bien, nada, dar una vuelta.
-Tal vez tu padre pueda venir un día antes. Ayer hablé con él.

Su madre parecía contenta. No mencionó la cena, ni que se había quedado dormida en el sofá. Ninguna de las dos iba a hacerlo. Tal vez volvería a marcharse y durante otros cinco años no volverían a saber nada la una de la otra y ella se iría sin decírselo.

La angustia crecía cada vez más. Tardó una eternidad en tragar el primer bocado de tostada. Bebió un poco de café, se limpió con la servilleta y al fin dijo, con un hilo de voz:
-¿Mamá?
-¿Sí? –levantó la vista de su taza y la contempló con tranquilidad.
-Tengo que decirte algo –musitó.
-¿Qué? –colocó la barbilla entre sus manos y la miró con sus ojos claros, con aquellos ojos grises que ella no había heredado. Por una vez, no la estaba presionando. Simplemente esperaba. Se armó de valor.
-Mamá, mamá –pero el valor no servía. Se había quedado atrás-. Mamá… He roto el jarrón, mamá, he roto el jarrón –se dio cuenta de que estaba llorando.
-No te preocupes –contestó ella con voz dulce. Alargó una mano por encima de la mesa, pero, en lugar de cogerle la mano que tenía junto al plato, como ella esperaba, bajó y se la puso sobre el vientre.- Está bien.


Emily Roberts.

No hay comentarios:

Publicar un comentario