viernes, 24 de enero de 2014

La belleza de lo ajeno.

Una mano me acaricia y desaparece
como un caballo que entra en la niebla. 
El calor de su existencia perdura. 
Pero puede ser un engaño. 
Solo el cuerpo sabe su verdad.
(Natalia Litvinova)

Cuando se distrajo, aparecí yo: así comienza el poemario Todo ajeno (Vaso Roto, 2013) de Natalia Litvinova. Un canto a la belleza de lo ajeno, de eso que no podemos amarrar. No recuerdo haber tenido otro nacimiento. Así, el nacimiento propio está en el descubrimiento del otro, en esa dimensión ajena de nosotros mismos. En el hueco de las manos. En el hueco de las pupilas. En el hueco de la luz: la luz desperdiciada en la dimensión de tus ojos. Esperando, también, que lo ajeno se vaya y no regrese: ¿Qué hacen los hombres de mi pasado, / qué ciudades destruyen? Lo ajeno está llamado a la destrucción. Y sin embargo, la destrucción de Litvinova es una destrucción íntima, doméstica y por lo tanto apenas visible; el lector observa los últimos rayos de luz que caen sobre el suelo de una casa a través de un visillo. En esa brevedad de lo ajeno, en esa predisposición a perderse, yace el recuerdo que habitará para siempre, cuya vejez tendremos que inventar:
Estás envejeciendo en mis sueños, la nieve te dibuja canas.

Litvinova crea esta belleza extraña tras reconocerse en lo ajeno: porque ya estaba allí. De eso se trataba: Abrí la puerta para pasar al otro lado. / Pero ya estaba allí. 

Así, termina Litvinova este intento de nombrar los accidentes, intentando capturar el vacío por un momento, pues lo ajeno siempre nos parece más bello:

De eso se trataba 
Mi abuelo cuatro veces muerto en la prisión regresó a casa. 
Mirándolo a lo ojos nos preguntamos dónde estaba. 
No sé por qué en los libros las guerras se escriben con mayúsculas 
y no la lluvia u otras cosas que humedecen.


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