La vida era
ese precipicio.
Yo me asomaba
con miedo
y ganas
de saltar.
domingo, 31 de octubre de 2010
sábado, 30 de octubre de 2010
"C'est toujours la nuit que l'on rêve l'impossible. "
Lift the Flesh door --
The Poltroon wants Oxygen --
Nothing more --
(Emily Dickinson)
-Eres la persona más ingenua
que he conocido.
-¿Ah, sí?
-Sí.
-¿Alguna vez has escrito
fuera de los márgenes?
-¿Lo ves como eres
ingenua?
Aunque escribas
fuera de los
márgenes
seguirás escribiendo
dentro.
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viernes, 29 de octubre de 2010
los límites, el pozo.
A veces, mirar la vida es como asomarse a un pozo sin fondo. Negro, oscuro, hondo. ¿Qué significa atreverse? ¿Vale la pena? Claro que vale la pena. Pero la mayoría nos pasamos la vida siendo unos cobardes, manteniendo la pose y haciendo como que no nos interesa realmente lo que hay dentro del pozo. Mirar la vida desde la seguridad de los límites. Aferrarse al bordillo. Mojarse un poco los dedos y creer, orgullosos, que nos hemos bañado enteros.
En realidad, es verdad. Siempre he tenido miedo de hacer el ridículo. Supongo que escribir, en cierto modo, es una manera de scar agua de ese pozo, con un cubo rústico atado a una cuerda. Mirar el agua. Tratar de ver la diferencia. Pero no atreverse a tirarse por lo mismo de siempre.
En realidad, es verdad. Siempre he tenido miedo de hacer el ridículo. Supongo que escribir, en cierto modo, es una manera de scar agua de ese pozo, con un cubo rústico atado a una cuerda. Mirar el agua. Tratar de ver la diferencia. Pero no atreverse a tirarse por lo mismo de siempre.
jueves, 28 de octubre de 2010
La casa partida.
Fotografía de Mercedes F. Laguna.
Mamá y papá vivían cada uno a un lado del pasillo.
Dividieron la casa cuando yo tenía tres años. Mis recuerdos de aquellos días son confusos, tienen un sabor a polvo y a cajas de vinilos apiladas y dispuestas a ser repartidas. Recuerdo que discutieron más por quién se quedaría con los discos de Annie Lennox y de Supertramp que por mí y en qué lado de la casa viviría yo. Papá se negaba a irse de casa, y consideraba que no era un buen momento para vender, y ninguno de los dos ganaba el suficiente dinero como para irse a vivir por separado. Así que un día trazó una gran línea blanca en el pasillo, desde la entrada hasta el cuarto de atrás, subiendo por las escaleras hacia el segundo piso y el ático, vaciándonos por completo en el inmenso hueco invisible que quedó entre las dos mitades.
Yo no vivo en ninguna de ellas. Mi dormitorio está, técnicamente, en la parte de mamá, mientras que paso mucho tiempo leyendo en la biblioteca de papá. Soy, más bien, como uno de esos animales de compañía que deambulan por la casa en silencio, sin ser vistos ni oídos, como alguien que los demás saben que está, pero que no pueden determinar con exactitud dónde.
En el colegio no era la única niña con padres separados, pero sí la única que convivía en tal situación. A menudo se burlaban de mí (como suelen hacer los niños con su crueldad característica):
-¡Tu casa está rota, tu casa está rota! –gritaban en el patio del colegio, mientras las maestras hacían oídos sordos.
Y después de las clases, me dirigía yo sola, arrastrando la cartera, a mi fea casa dividida por la mitad.
El día en que cumplí once años, encontré un sobre con dinero sobre una mesita que pertenecía a la mitad de papá. Mamá me había dicho que me haría un pastel, pero yo ya había visto la noche anterior la tarta comprada en el supermercado metida en el frigorífico, de un sabor que ni siquiera me gustaba, y que ya le faltaba un trozo que probablemente se habría comido en el desayuno. Tampoco tendría una fiesta bonita con globos y muchos regalos, porque no quería que nadie de mi clase viniera a casa y se riera de la línea que mis padres cumplían rigurosamente, respetándola a rajatabla para ni tan siquiera hablarse, como si en lugar de una división plana hubieran levantado una pared de cristal que amortiguase todo sonido.
Frustrada, deseé desobedecer, salir de allí, y recuerdo que pensé: no quiero ser yo. No quiero que esta sea mi casa. No quiero que esta sea mi vida. A pesar de haberme sentido incómoda constantemente, las palabras nunca se habían dibujado con tanta claridad en mi mente. Y estas palabras dieron paso a una acción, y a una negación, a un razonamiento tan lógico como infantil: Entonces, yo no por qué ser yo. No estoy obligada. Y no lo voy a ser. No lo soy.
El deseo se transformó en realidad en el preciso instante en que crucé el umbral de mi casa, mochila a la espalda y el sobre del dinero en el bolsillo. Pero no me dirigí al colegio, como todas las mañanas. Caminé unos metros más hasta la parada de autobuses y me senté muy seria a esperar.
-Perdone, señora –me dirigí con educación a una mujer anciana que acababa de dejar sus bolsas de la compra en el suelo y se había sentado a mi lado.- ¿Cuál es el autobús que va al parque?
-¿Al parque? –se rascó la cabeza, pensando-. Ah, ya sé, te refieres a ese parque tan bonito que hay detrás de la universidad.
-Sí, sí, a ese.
-Tienes que coger el número treinta y dos. Me parece que es la segunda o tercera parada, estate atenta.
-Gracias, muchas gracias –le dediqué una sonrisa, sintiéndome una persona mayor.
-Mira, por ahí viene –me di cuenta de que, en efecto, el treinta y dos acababa de doblar la manzana y se dirigía hacia la parada.
-Oye niña –me llamó cuando me puse en pie, en la fila para subir al autobús-, ¿dónde está tu madre? ¿No tendrías que estar en el colegio?
En otra ocasión, hubiera contestado, pero en ese momento no era yo, era otra persona distinta, y a esa otra persona no le apetecía contestar ni dar explicaciones, así que me subí al autobús y pagué el billete sintiéndome satisfecha con el nuevo rumbo que tomaba mi vida.
Vislumbré el parque desde lejos y me preparé para bajarme. Tuve una sensación muy extraña cuando puse los pies allí, la de que mi transformación se había completado y ahora era una persona totalmente distinta, en otro lugar donde nadie podía saber de mi yo anterior.
Tenía que decírselo a alguien. Tenía que contarlo. Jugando en los columpios había un grupo que parecía venir de otro colegio. Las profesoras charlaban a un lado y los niños jugaban en los toboganes y los columpios, saltaban a la comba o se perseguían unos a otros.
Dejé mi mochila en el suelo y me senté en un columpio junto a una niña de trenzas castañas y pecas en la nariz.
-Hola –le dije.
-Hola –respondió.
-¿Cómo te llamas?
-Yo María, ¿y tú?
-Claudia –me inventé. Era mentira que me llamase así, pero siempre me había parecido un nombre precioso. Un nombre que tendría una persona feliz.
-Ah. ¿Te gusta columpiarte? –preguntó.
-Sí. En mi casa tenemos un jardín enorme lleno de flores muy bonitas que cuida mi madre, y también hay un columpio y todos los domingos juego con mis padres. Algún día, si quieres, puedes venirte y…
-Vale –me interrumpió la niña, columpiándose más fuerte.
Yo la imité y continuamos en silencio, columpiándonos.
Casi lo había olvidado por completo: la casa partida, el cumpleaños, la tarta de mamá, el colegio… Hasta que se acercó una niña con gafas redondas y pelo corto cuya cara me sonaba de algo.
-¡Oye! ¡Baja del columpio! –ordenó.
-No quiero –contesté con un valor que habitualmente no tenía.
-¡Te he dicho que bajes del columpio! ¡Baja del columpio ahora mismo o…! –De pronto la niña se calló e hizo una extraña mueca con los labios- ¡Tú no eres de nuestra clase! ¡No estás aquí con la señorita! ¡Tú, tú, tú eres del colegio de mi prima Sonia! ¿A que sí? ¡Nos hemos visto! –De repente yo recordé su cara y sentí que me quedaba sin fuerzas para seguirme impulsando. Me aferré a las cadenas del columpio hasta hacerme daño.
-No… No es verdad –tartamudeé, perdiendo mi seguridad en mí misma.
-¡Claro que sí! ¿Cómo te llamabas? ¡Ya sé! ¡Tú eres esa niña tan rara de la casa rota! ¡Voy a decírselo a la señorita, tú no tienes derecho a estar aquí!
Traté de decir algo, pero las palabras no me salían. A mi lado, María había parado de columpiarse y movía los pies en círculos mientras se mordía la punta de una de las trenzas, sin mirarme. La casa rota. La casa rota era mi casa. Yo era la niña de la casa rota, siempre lo había sido y siempre lo sería, y no había forma de escapar de ese destino, por muy lejos que me marchase. Cruzaría de nuevo el umbral de esa puerta y caminaría por ese pasillo que era tierra de nadie, que era donde habían quedado nuestras memorias, nuestros palabras, nuestros sentimientos. La casa rota era mi casa. La casa rota era mi hogar.
Recuerdo que cuando aquellas mujeres se me acercaron para preguntarme qué hacía allí y dónde estaban mi padres, lo único en lo que podía pensar era en que no quería volver a casa.
Dividieron la casa cuando yo tenía tres años. Mis recuerdos de aquellos días son confusos, tienen un sabor a polvo y a cajas de vinilos apiladas y dispuestas a ser repartidas. Recuerdo que discutieron más por quién se quedaría con los discos de Annie Lennox y de Supertramp que por mí y en qué lado de la casa viviría yo. Papá se negaba a irse de casa, y consideraba que no era un buen momento para vender, y ninguno de los dos ganaba el suficiente dinero como para irse a vivir por separado. Así que un día trazó una gran línea blanca en el pasillo, desde la entrada hasta el cuarto de atrás, subiendo por las escaleras hacia el segundo piso y el ático, vaciándonos por completo en el inmenso hueco invisible que quedó entre las dos mitades.
Yo no vivo en ninguna de ellas. Mi dormitorio está, técnicamente, en la parte de mamá, mientras que paso mucho tiempo leyendo en la biblioteca de papá. Soy, más bien, como uno de esos animales de compañía que deambulan por la casa en silencio, sin ser vistos ni oídos, como alguien que los demás saben que está, pero que no pueden determinar con exactitud dónde.
En el colegio no era la única niña con padres separados, pero sí la única que convivía en tal situación. A menudo se burlaban de mí (como suelen hacer los niños con su crueldad característica):
-¡Tu casa está rota, tu casa está rota! –gritaban en el patio del colegio, mientras las maestras hacían oídos sordos.
Y después de las clases, me dirigía yo sola, arrastrando la cartera, a mi fea casa dividida por la mitad.
El día en que cumplí once años, encontré un sobre con dinero sobre una mesita que pertenecía a la mitad de papá. Mamá me había dicho que me haría un pastel, pero yo ya había visto la noche anterior la tarta comprada en el supermercado metida en el frigorífico, de un sabor que ni siquiera me gustaba, y que ya le faltaba un trozo que probablemente se habría comido en el desayuno. Tampoco tendría una fiesta bonita con globos y muchos regalos, porque no quería que nadie de mi clase viniera a casa y se riera de la línea que mis padres cumplían rigurosamente, respetándola a rajatabla para ni tan siquiera hablarse, como si en lugar de una división plana hubieran levantado una pared de cristal que amortiguase todo sonido.
Frustrada, deseé desobedecer, salir de allí, y recuerdo que pensé: no quiero ser yo. No quiero que esta sea mi casa. No quiero que esta sea mi vida. A pesar de haberme sentido incómoda constantemente, las palabras nunca se habían dibujado con tanta claridad en mi mente. Y estas palabras dieron paso a una acción, y a una negación, a un razonamiento tan lógico como infantil: Entonces, yo no por qué ser yo. No estoy obligada. Y no lo voy a ser. No lo soy.
El deseo se transformó en realidad en el preciso instante en que crucé el umbral de mi casa, mochila a la espalda y el sobre del dinero en el bolsillo. Pero no me dirigí al colegio, como todas las mañanas. Caminé unos metros más hasta la parada de autobuses y me senté muy seria a esperar.
-Perdone, señora –me dirigí con educación a una mujer anciana que acababa de dejar sus bolsas de la compra en el suelo y se había sentado a mi lado.- ¿Cuál es el autobús que va al parque?
-¿Al parque? –se rascó la cabeza, pensando-. Ah, ya sé, te refieres a ese parque tan bonito que hay detrás de la universidad.
-Sí, sí, a ese.
-Tienes que coger el número treinta y dos. Me parece que es la segunda o tercera parada, estate atenta.
-Gracias, muchas gracias –le dediqué una sonrisa, sintiéndome una persona mayor.
-Mira, por ahí viene –me di cuenta de que, en efecto, el treinta y dos acababa de doblar la manzana y se dirigía hacia la parada.
-Oye niña –me llamó cuando me puse en pie, en la fila para subir al autobús-, ¿dónde está tu madre? ¿No tendrías que estar en el colegio?
En otra ocasión, hubiera contestado, pero en ese momento no era yo, era otra persona distinta, y a esa otra persona no le apetecía contestar ni dar explicaciones, así que me subí al autobús y pagué el billete sintiéndome satisfecha con el nuevo rumbo que tomaba mi vida.
Vislumbré el parque desde lejos y me preparé para bajarme. Tuve una sensación muy extraña cuando puse los pies allí, la de que mi transformación se había completado y ahora era una persona totalmente distinta, en otro lugar donde nadie podía saber de mi yo anterior.
Tenía que decírselo a alguien. Tenía que contarlo. Jugando en los columpios había un grupo que parecía venir de otro colegio. Las profesoras charlaban a un lado y los niños jugaban en los toboganes y los columpios, saltaban a la comba o se perseguían unos a otros.
Dejé mi mochila en el suelo y me senté en un columpio junto a una niña de trenzas castañas y pecas en la nariz.
-Hola –le dije.
-Hola –respondió.
-¿Cómo te llamas?
-Yo María, ¿y tú?
-Claudia –me inventé. Era mentira que me llamase así, pero siempre me había parecido un nombre precioso. Un nombre que tendría una persona feliz.
-Ah. ¿Te gusta columpiarte? –preguntó.
-Sí. En mi casa tenemos un jardín enorme lleno de flores muy bonitas que cuida mi madre, y también hay un columpio y todos los domingos juego con mis padres. Algún día, si quieres, puedes venirte y…
-Vale –me interrumpió la niña, columpiándose más fuerte.
Yo la imité y continuamos en silencio, columpiándonos.
Casi lo había olvidado por completo: la casa partida, el cumpleaños, la tarta de mamá, el colegio… Hasta que se acercó una niña con gafas redondas y pelo corto cuya cara me sonaba de algo.
-¡Oye! ¡Baja del columpio! –ordenó.
-No quiero –contesté con un valor que habitualmente no tenía.
-¡Te he dicho que bajes del columpio! ¡Baja del columpio ahora mismo o…! –De pronto la niña se calló e hizo una extraña mueca con los labios- ¡Tú no eres de nuestra clase! ¡No estás aquí con la señorita! ¡Tú, tú, tú eres del colegio de mi prima Sonia! ¿A que sí? ¡Nos hemos visto! –De repente yo recordé su cara y sentí que me quedaba sin fuerzas para seguirme impulsando. Me aferré a las cadenas del columpio hasta hacerme daño.
-No… No es verdad –tartamudeé, perdiendo mi seguridad en mí misma.
-¡Claro que sí! ¿Cómo te llamabas? ¡Ya sé! ¡Tú eres esa niña tan rara de la casa rota! ¡Voy a decírselo a la señorita, tú no tienes derecho a estar aquí!
Traté de decir algo, pero las palabras no me salían. A mi lado, María había parado de columpiarse y movía los pies en círculos mientras se mordía la punta de una de las trenzas, sin mirarme. La casa rota. La casa rota era mi casa. Yo era la niña de la casa rota, siempre lo había sido y siempre lo sería, y no había forma de escapar de ese destino, por muy lejos que me marchase. Cruzaría de nuevo el umbral de esa puerta y caminaría por ese pasillo que era tierra de nadie, que era donde habían quedado nuestras memorias, nuestros palabras, nuestros sentimientos. La casa rota era mi casa. La casa rota era mi hogar.
Recuerdo que cuando aquellas mujeres se me acercaron para preguntarme qué hacía allí y dónde estaban mi padres, lo único en lo que podía pensar era en que no quería volver a casa.
(c) Emily Roberts.
miércoles, 27 de octubre de 2010
mon coeur ne parle pas l'espagnol.
Fotografía de Mercedes F. Laguna.
you are not nostalgic
for things before
your time
i just don'tunderstand that
(Kendra Grant Malone)
we take turns
until we realize
this has become
extremely personal.
Las etiquetas no sirven para nada. Nos pasamos la vida intentando dar nombre a sentimientos que ni siquiera reconocemos cuando se manifiestan en nosotros mismos a no ser que sea de uno en uno y en su forma más pura (es decir, nunca).
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domingo, 24 de octubre de 2010
los poemas que se nos escapaban de las manos
Is Poetry, though never in a Book it lie —
True Poems flee —
(Emily Dickinson)
aquella tarde de verano. (Intentar encerrar en palabras / el viento eléctrico / de tus latidos.)
No corríamos, nadábamos. Y tragábamos agua.
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viernes, 22 de octubre de 2010
hills like white elephants.
(Ernest Hemingway)
Fotografía de Mercedes Fernández Laguna.
any experience,your eyes have their silence:
in your most frail gesture are things which enclose me,
or which i cannot touch because they are too near
(...)
(i do not know what it is about you that closes
and opens; only something in me understands
the voice of your eyes is deeper than all roses)
nobody, not even the rain, has such small hands
(e.e. cummings)
O la ingenuidad como forma de ver la vida.
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jueves, 21 de octubre de 2010
La Concorde.
The apparition of these faces in the crowd;
petals on a wet, black bough.
(Ezra Pound)
Siempre pensando: yo. Ahora sólo quiero la ausencia. Escuchar las voces. Otros idiomas. Otras tierras. El traqueteo. La muchedumbre. Hora punta. Olvido mi nombre, mi rostro, mi lengua. Háblame. La importancia justa de las cosas.
domingo, 17 de octubre de 2010
el invierno en madrid.
lo aprendí en los libros
y a lo que faltaba,
yo le puse palabras.
(Cristina Peri Rossi, Dedicatoria)
La ciudad no eras vos
No era tu confusión de lenguas
ni de sexos
No era el cerezo que florecía -blanco-
detrás del muro
como un mensaje de Oriente
No era tu casa
de múltiples amantes
y frágiles cerraduras
La ciudad era esta incertidumbre
la eterna pregunta -quién soy-
dicho de otro modo; quién sos.
(Cristina Peri Rossi, Tango)
El invierno, como la ciudad, era una pregunta. La inspiración. La suspensión del juicio. La enfermedad. El valor (el que nosotros queramos darle). Era esa pregunta. Y su respuesta: fuera de la ciudad, la nada (lágrimas de cocodrilo). Ahora, poco importa lo que digan, aún menos lo que piensen. Soy. Somos. Hace frío en Madrid.
jueves, 14 de octubre de 2010
Distance brings us closer. There is no distance.
The end
You must have felt it working in your bones. It's begun: The papers
print the same stories over and over, and have you checked
the obituaries? Already, nobody remembers
how their first kiss went. The phone keeps ringing and ringing
when nobody's home. Between our skins is a necessary friction
that separates us forever. Look: space. Somewhere, a lost key. It's begun:
What was once the wind or an echo or an accidental sweetness
is now a bird outside your window singing with perfect pitch and timbre
the song that's on all our tongues, cut. What pulls from the earth to exist
the earth pulls back into itself: this and this and this is mine. You own nothing.
Our bodies breathe to a rhythm, to one direction, to one regression. It's begun:
The truth stares us down like an owl: There's no place to go: You own nothing.
In the dark you hear movement- a squeak, a hiding. The heart opens, closes, opens.
(Arkaye Keirulf)
A veces pienso que no disfrutamos lo suficiente. Que no nos tomamos la vida a cucharadas, sino con una desgana lenta y pesada. Como si nos obligaran. A veces pienso que vivimos acotados por el miedo. Por el espacio. Por el nudo en el estómago y el vértigo antes de la caída. Por lo que piensen los demás. Algún día dejará de importarnos, creo. Algún día, en algún lugar, sólo importará lo que creamos de nosotros mismos. Incluso si me caigo, si dicen, si cometo errores, si señalan y ríen. No quiero perderme tanto por tan poco. Parece obsceno desaprovechar todo esto.
martes, 12 de octubre de 2010
la vida, un momento.
#3 - El mejor momento de mi vida
La felicidad, la vida, algo tan parecido a esto. La sonrisa mojada. La sonrisa mojada, contagiosa y ahogada. La sonrisa mojada de la infancia que. La infancia con manos de leche y sonrisa bebida. La infancia de mirada ciega y poema abrazado. La felicidad, la infancia, todo un laberinto y una montaña rusa. ¿El mejor momento de mi vida? Aún no lo recuerdo.
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viernes, 8 de octubre de 2010
silabario (me acuerdo, no me acuerdo).
Y esas ganas de salir corriendo / que llevas siempre debajo del brazo.
No me acuerdo de cómo era yo / antes de conocerte.
El disfraz y la intimidad, siempre en plena lucha. El miedo y la ambición, dos serpientes enlazadas. Observar desde el bordillo dispuesta a saltar -pero no hacerlo. (Parece que vas a saltar cada vez que hablas, dices. Casi.) Ser valiente. El personaje. Consumir chicles como el que fuma cigarrillos. Beber sangría a las dos de la tarde en la hierba del campus de Ciudad Universitaria y pensar que no puede haber nada mejor en ningún lugar del mundo en ese instante. Dar paseos nocturnos y beberse las luces de los semáforos. No saber si miro hacia arriba o si me estoy estrellando. Me gusta mirar las estrellas después de medianoche. Estar sola en casa, toda una fiesta privada.
No me acuerdo de cómo era yo / antes de conocerte.
(where I live people don't get married / we have fun throwing stones to ferries.)
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miércoles, 6 de octubre de 2010
"You ask me what I thought about / Before we were lovers."
Kenneth Rexroth
El traqueteo del tren. Media Distancia. Media distancia que no se puede medir de verdad. Ronroneo, siesta. El dialecto de la meseta profunda. La sensanción de ser arrastrada -como un imán-, irreversiblemente. La sensación -de asco, de desagrado- al pisar la hiedra, al sentir -sin sentimiento- aquellas calles que hablan de, no sé de qué. La sensación de no estar allí, ni aquí, de no- estar. De que la vida allí es temporal, momentánea, evanescente. Efímera. De que la vida allí - quién sabe por qué - se me ha concedido como un intermedio, una pausa, entre el frío y el desierto. De que las noches allí llegan antes, y los días pasan borrosos y seguidos. Si la estaré aprovechando lo bastante. Mucho. Poco. Demasiado. Acomodarse. Asomarse al abismo y no esperar nada, y ver sin mirar. Como acariciar a un gato, puede que salte en cualquier momento. Titubear. Porque siempre amenazan las manos frías y el vaho contra la ventanilla del tren. ¿Va a estar siempre ahí? ¿No voy a poder quitármelo nunca? Tatuado. La pertenencia. La no-pertencencia. El no-lugar (que me persigue adonde voy).
viernes, 1 de octubre de 2010
salir por malasaña.
is desire
not a form
of it. It's feeling
into space,
tucked into
language
slipped
into time,
opened,
felt.
(Eileen Myles)
Qué nos encontramos cuando las luces de las farolas nos arrastran. Qué ver. Es lo mismo en todas partes, es lo mismo y es distinto, y buscamos -yo busco- el miedo a lo desconocido, y buscamos -ellos buscan- algo parecido (la identidad), y todos, todos en nuestro pequeño mundo, ciegos, sordos, pero siempre hablando hablando hablando, aunque en realidad no escuchamos nada, como una caja-sorpresa que resulta estar vacía. Y a pesar de todo, sigo creyendo que merece la pena. alguna vez, de vez en cuando, en otra ciudad, en otro país, en otro idioma, en otro planeta. ¿Existo fuera de la Tierra? ¿Existes tú? ¿Existimos a la vez en estos pequeños planetas compactos que apenas se tocan y ni siquiera se miran? ¿O sólo se puede existir de uno en uno? Intento, existo, escribo. De vez en cuando. Gota a gota. Plop.
(escucho)
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