jueves, 28 de octubre de 2010

La casa partida.



Fotografía de Mercedes F. Laguna.



Mamá y papá vivían cada uno a un lado del pasillo.

Dividieron la casa cuando yo tenía tres años. Mis recuerdos de aquellos días son confusos, tienen un sabor a polvo y a cajas de vinilos apiladas y dispuestas a ser repartidas. Recuerdo que discutieron más por quién se quedaría con los discos de Annie Lennox y de Supertramp que por mí y en qué lado de la casa viviría yo. Papá se negaba a irse de casa, y consideraba que no era un buen momento para vender, y ninguno de los dos ganaba el suficiente dinero como para irse a vivir por separado. Así que un día trazó una gran línea blanca en el pasillo, desde la entrada hasta el cuarto de atrás, subiendo por las escaleras hacia el segundo piso y el ático, vaciándonos por completo en el inmenso hueco invisible que quedó entre las dos mitades.

Yo no vivo en ninguna de ellas. Mi dormitorio está, técnicamente, en la parte de mamá, mientras que paso mucho tiempo leyendo en la biblioteca de papá. Soy, más bien, como uno de esos animales de compañía que deambulan por la casa en silencio, sin ser vistos ni oídos, como alguien que los demás saben que está, pero que no pueden determinar con exactitud dónde.

En el colegio no era la única niña con padres separados, pero sí la única que convivía en tal situación. A menudo se burlaban de mí (como suelen hacer los niños con su crueldad característica):
-¡Tu casa está rota, tu casa está rota! –gritaban en el patio del colegio, mientras las maestras hacían oídos sordos.

Y después de las clases, me dirigía yo sola, arrastrando la cartera, a mi fea casa dividida por la mitad.

El día en que cumplí once años, encontré un sobre con dinero sobre una mesita que pertenecía a la mitad de papá. Mamá me había dicho que me haría un pastel, pero yo ya había visto la noche anterior la tarta comprada en el supermercado metida en el frigorífico, de un sabor que ni siquiera me gustaba, y que ya le faltaba un trozo que probablemente se habría comido en el desayuno. Tampoco tendría una fiesta bonita con globos y muchos regalos, porque no quería que nadie de mi clase viniera a casa y se riera de la línea que mis padres cumplían rigurosamente, respetándola a rajatabla para ni tan siquiera hablarse, como si en lugar de una división plana hubieran levantado una pared de cristal que amortiguase todo sonido.

Frustrada, deseé desobedecer, salir de allí, y recuerdo que pensé: no quiero ser yo. No quiero que esta sea mi casa. No quiero que esta sea mi vida. A pesar de haberme sentido incómoda constantemente, las palabras nunca se habían dibujado con tanta claridad en mi mente. Y estas palabras dieron paso a una acción, y a una negación, a un razonamiento tan lógico como infantil: Entonces, yo no por qué ser yo. No estoy obligada. Y no lo voy a ser. No lo soy.

El deseo se transformó en realidad en el preciso instante en que crucé el umbral de mi casa, mochila a la espalda y el sobre del dinero en el bolsillo. Pero no me dirigí al colegio, como todas las mañanas. Caminé unos metros más hasta la parada de autobuses y me senté muy seria a esperar.

-Perdone, señora –me dirigí con educación a una mujer anciana que acababa de dejar sus bolsas de la compra en el suelo y se había sentado a mi lado.- ¿Cuál es el autobús que va al parque?
-¿Al parque? –se rascó la cabeza, pensando-. Ah, ya sé, te refieres a ese parque tan bonito que hay detrás de la universidad.
-Sí, sí, a ese.
-Tienes que coger el número treinta y dos. Me parece que es la segunda o tercera parada, estate atenta.
-Gracias, muchas gracias –le dediqué una sonrisa, sintiéndome una persona mayor.
-Mira, por ahí viene –me di cuenta de que, en efecto, el treinta y dos acababa de doblar la manzana y se dirigía hacia la parada.
-Oye niña –me llamó cuando me puse en pie, en la fila para subir al autobús-, ¿dónde está tu madre? ¿No tendrías que estar en el colegio?

En otra ocasión, hubiera contestado, pero en ese momento no era yo, era otra persona distinta, y a esa otra persona no le apetecía contestar ni dar explicaciones, así que me subí al autobús y pagué el billete sintiéndome satisfecha con el nuevo rumbo que tomaba mi vida.

Vislumbré el parque desde lejos y me preparé para bajarme. Tuve una sensación muy extraña cuando puse los pies allí, la de que mi transformación se había completado y ahora era una persona totalmente distinta, en otro lugar donde nadie podía saber de mi yo anterior.

Tenía que decírselo a alguien. Tenía que contarlo. Jugando en los columpios había un grupo que parecía venir de otro colegio. Las profesoras charlaban a un lado y los niños jugaban en los toboganes y los columpios, saltaban a la comba o se perseguían unos a otros.

Dejé mi mochila en el suelo y me senté en un columpio junto a una niña de trenzas castañas y pecas en la nariz.
-Hola –le dije.
-Hola –respondió.
-¿Cómo te llamas?
-Yo María, ¿y tú?
-Claudia –me inventé. Era mentira que me llamase así, pero siempre me había parecido un nombre precioso. Un nombre que tendría una persona feliz.
-Ah. ¿Te gusta columpiarte? –preguntó.
-Sí. En mi casa tenemos un jardín enorme lleno de flores muy bonitas que cuida mi madre, y también hay un columpio y todos los domingos juego con mis padres. Algún día, si quieres, puedes venirte y…
-Vale –me interrumpió la niña, columpiándose más fuerte.

Yo la imité y continuamos en silencio, columpiándonos.

Casi lo había olvidado por completo: la casa partida, el cumpleaños, la tarta de mamá, el colegio… Hasta que se acercó una niña con gafas redondas y pelo corto cuya cara me sonaba de algo.

-¡Oye! ¡Baja del columpio! –ordenó.
-No quiero –contesté con un valor que habitualmente no tenía.
-¡Te he dicho que bajes del columpio! ¡Baja del columpio ahora mismo o…! –De pronto la niña se calló e hizo una extraña mueca con los labios- ¡Tú no eres de nuestra clase! ¡No estás aquí con la señorita! ¡Tú, tú, tú eres del colegio de mi prima Sonia! ¿A que sí? ¡Nos hemos visto! –De repente yo recordé su cara y sentí que me quedaba sin fuerzas para seguirme impulsando. Me aferré a las cadenas del columpio hasta hacerme daño.
-No… No es verdad –tartamudeé, perdiendo mi seguridad en mí misma.
-¡Claro que sí! ¿Cómo te llamabas? ¡Ya sé! ¡Tú eres esa niña tan rara de la casa rota! ¡Voy a decírselo a la señorita, tú no tienes derecho a estar aquí!

Traté de decir algo, pero las palabras no me salían. A mi lado, María había parado de columpiarse y movía los pies en círculos mientras se mordía la punta de una de las trenzas, sin mirarme. La casa rota. La casa rota era mi casa. Yo era la niña de la casa rota, siempre lo había sido y siempre lo sería, y no había forma de escapar de ese destino, por muy lejos que me marchase. Cruzaría de nuevo el umbral de esa puerta y caminaría por ese pasillo que era tierra de nadie, que era donde habían quedado nuestras memorias, nuestros palabras, nuestros sentimientos. La casa rota era mi casa. La casa rota era mi hogar.

Recuerdo que cuando aquellas mujeres se me acercaron para preguntarme qué hacía allí y dónde estaban mi padres, lo único en lo que podía pensar era en que no quería volver a casa.


(c) Emily Roberts.

5 comentarios:

  1. Los niños pueden ser crueles, pero por experiencia se que la "niña de la casa rota" suele dejar atras a los que se burlaban de ella, y si tuviera la ocasion de encontrarse con ellos veinte años despues, habria vivido mas, habria sido cien personas diferentes y habria vivido en mil sitios distintos, y ellos, los que se burlaban de la pequeña, no habrian cambiado, no habrian crecido, y seguirian siendo los mismos niños sosos que no sabrian distinguir a alguien especial aunque llevara un cartel en la frente.

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  2. me ha encantado E.

    (...)

    "debajo de la cama soñando"

    28000 abrazos,

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  3. Muchas gracias a los dos :). Seguro que la niña de la casa rota llegará algún día más lejos del parque, y no se quedará.

    abrazos,,

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  4. La leí antes pero ultimamente soy mala comentadora =(
    Lo qe me encantó fue como tomaste un lugar común y lograst contarlo de manera tal qe atrapa, no es una historia màs del montòn dentro del tema.

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  5. Aw, muchas gracias, Ivie (=.
    Se intenta, aunque no siempre sale.
    <3.

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